Bardem al desnudo

Rioja2

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No es gratuito ese manido cliché que califica a Javier Bardem de “fuerza de la naturaleza”, de hombre frondoso y telúrico por su consistencia ósea, el magnetismo físico, la voz profunda, la forma primitiva de la cabeza y una mirada en la que se concentra esa capacidad -él diría compromiso- para darlo todo o, por el contrario, cerrarse en banda.

Si a un actor se le supone el don de la transformación y la expresión, el suyo está desde hace tiempo fuera de toda duda. La primera vez que se puso delante de una cámara tenía cinco años y fue para rodar una escena de la serie El pícaro, junto a Fernando Fernán-Gómez. Bardem tenía que reír, pero se asustó y se puso a llorar. Fernán-Gómez intuyó el destino del pequeño y vociferó al equipo: “Dejadle, es un actor dramático”.

Javier Bardem, concede una entrevista a 'El Pais', recogida por 'Rioja2' y donde el famoso actor nos cuenta diversos aspectos de su dilatada vida profesional ante su último estreno, Biutiful -la película del mexicano Alejandro González Iñárritu que le valió el premio al mejor actor (ex aequo con el italiano Elio Germano) en el último Festival de Cannes- confirma una vez más ese potencial dramático; el galardón del certamen francés solo viene a engrosar una larga lista de premios y reconocimientos, entre los que están un Oscar de Hollywood y una candidatura, un Globo de Oro, cuatro Goyas, dos Conchas de Plata, dos Copas Volpi y una ráfaga de elogios que le llegan desde el Olimpo de su oficio, donde los dioses de la escuela interpretativa que él tanto ha venerado (de Robert De Niro y Al Pacino a Sean Penn y Daniel Day-Lewis) reconocen en el español a uno de los suyos.

“En efecto, es una fuerza de la naturaleza. Directamente”, asegura Mariano Barroso, que le dirigió en Éxtasis y Los lobos de Washington (1995 y 1999, respectivamente) y con el que realizó (junto a Luis Tosar y Eduard Fernández) el documental El oficio del actor. “Trabaja siempre al límite. No entiende la vida sin superarse, es su filosofía: tiene que dar siempre lo mejor de sí mismo. Si fuera tenista sería Nadal, y si fuera entrenador de fútbol, Guardiola. Su nivel de autoexigencia es tremendo, y por eso se echa siempre a las espaldas el peso de las películas.

Eso a veces puede tener un alto precio, demasiado sufrimiento y tormento“. Una necesidad de superación que la escritora Berta Marsé -auxiliar de dirección de Jamón jamón y Huevos de oro, las dos películas de Bigas Luna que descubrieron hace ya casi dos décadas al actor- recuerda perfectamente. ”Aunque nadie sospechaba entonces hasta dónde iba a llegar, todo el equipo supo ver que sería lejos.

Tenía mucho atractivo. Daba un poco de susto, con esa voz, pero gustaba mucho a las chicas, era impulsivo y muy afectuoso. Era el típico chaval listo de barrio. Sano de verdad. Ya entonces era un perfeccionista, y eso le hacía estar siempre insatisfecho, sufría mucho, no soportaba verse. A veces llegaba al rodaje y Bigas le miraba aterrado porque sabía que le esperaba una batería interminable de preguntas sobre el personaje. ¡Era muy plasta!“.

“¡De ese lado todos podemos contar muchas cosas!”, se burla Fernando León de Aranoa, que le dirigió en 2002 en Los lunes al sol y que desde entonces se convirtió en uno de sus mejores amigos. “Cuando estábamos preparando el personaje de Santa se presentó un día en mi casa para hacerme, según me anunció, un par de preguntas. Todavía recuerdo la cara que se me quedó cuando sacó una grabadora y cinco cintas y las puso encima de la mesa. Ay Dios, pensé, ¿qué quiere este?”.

Bardem ha cumplido ya 41 años y, sí, sigue dando un poco de susto, demasiado meticuloso y tozudo. “Bueno”, matiza el director, “es que no se conforma con lo que hace, sus trabajos son muy sofisticados”. El director asegura que le cuesta imaginarse a Bardem de malas. “Es una persona delicada, tanto a las buenas como a las malas”. Ahora produce y narra una película documental sobre el conflicto del Sáhara Occidental y va a ser padre por primera vez con su compañera sentimental de los últimos años, Penélope Cruz. Son la cara visible y la invisible de un actor poco dado a confesiones íntimas, que asegura que su ego no ha sucumbido ni a la fama ni a las flores, y que sigue pisando tierra, un mérito que tampoco ve como propio.

“Mis amigos son el secreto”, responde con rotundidad. “Los de siempre, mis compañeros del equipo de rugby, en el que jugué de los 9 a los 25 años, y que son para mí tan importantes como mi familia. La familia te pone en situaciones más extremas porque no la eliges, pero los amigos los eliges tú y ahí siguen. Son mi referente, mi obsesión. Me han ayudado mucho a no perderme. En los Oscar le dije a mi agente que sí-o-sí iba a la ceremonia con 17 personas más, que eran ellos y sus mujeres. Y lo conseguí, porque a su naturalidad con todo lo que me ha pasado les debo lo que hoy soy”.

El actor asegura que el ajuste entre su persona pública y privada le ha costado una mala prensa injustificada. “De verdad creo que nunca se me ha ido la cabeza. Tuve un momento de disparo y de vértigo lógico después de Jamón jamón, pero nunca tuvo que ver con sentirme maravilloso, sino con el agobio de pasar de ser desconocido a conocido.

La gente se olvida de que los actores somos personas que generalmente nos queremos esconder, y precisamente por eso nos gusta hacer de otros, para que no nos vean. Yo tengo muy claro que mi camino no es el de una celebridad. De todo lo que dicen de mí, lo que más molesta es lo de mi mala disposición con la prensa española. No puedo con eso porque sencillamente no es verdad. He decidido vivir al margen de la celebridad y solo quiero que respeten esa decisión y se fijen en mi camino, que es el del actor“.

Veinticuatro horas después de realizar esta entrevista, Bardem viajaba a Estados Unidos para entrar en la piel del 44º personaje de su filmografía (incluidos sus primerizos pasos en varias series de televisión) bajo las órdenes de Terrence Malick, cineasta de culto conocido por el lirismo de su cine y también por ponérselo difícil a sus intérpretes y no darles muchas pistas sobre lo que les espera durante el rodaje. Pese a eso, Bardem llega a la cita tranquilo, puntual, sin prisas y con lo que parece la marca de su nuevo personaje en la cabeza: rapada al cepillo, excepto por un imposible flequillo que le nace de la frente y le cae hasta la barbilla.

¿Y esos pelos? Será por un personaje, ¿no?

Por placer no es, eso seguro. Me acabo de levantar y no está en su mejor momento, pero este pelo trabajado tiene su rollo.

Tan importante no puede ser el peinado.

Ayuda mucho, y este me hace gracia. Y tenía ganas de cortármelo, la verdad.

¿De qué va este personaje?

¡Pero si no puedo contarlo! Además tampoco sé mucho, Malick no te da muchas pistas.

Él trabaja mucho con la improvisación, ¿no?

Un 90%. Te da un par de escenas y diálogos que son ideas, pero de ahí a que se haga o se diga no se sabe. Es una aventura compleja porque para crear una realidad hay que saber de dónde vienes y adónde vas, y aquí no sabemos mucho. Son dos meses de rodaje y somos unos cuantos actores, así que ya veremos qué pasa. Yo me he preparado el personaje con mi maestro y amigo Juan Carlos Corazza y llevo un par de propuestas conmigo.

¿Qué ocurre si el director quiere ir por otro sitio distinto del suyo o si su manera de dirigir actores no es la que espera? ¿Qué pasa cuando hay un choque de, digamos, personalidades?

Dirigir a un actor es tan amplio y complejo como tratar a un ser humano, y hay directores que lo hacen desde un impulso de orden, control y mando, y otros que miran al actor. Bueno, y luego está Woody Allen, que cuando llegaba al plató me preguntaba qué hacía yo ahí. '¿Pero cómo que qué hago aquí?', le decía yo. 'Trabajo aquí, ¿no te acuerdas?' ¡No me lo podía creer! El caso es que en el cine no hay ensayos, ni un proceso anterior al rodaje, así que tienes que llegar con tu propuesta, que sale de conversaciones previas con el director y de tu trabajo con el personaje. Ese es tu deber. El director que realmente entiende la estima que necesita un actor -y esa estima nunca tiene que ver con el tamaño de la caravana- lo tiene todo ganado conmigo.

¿Y el que no?

Pues le pongo límites, y lo hago porque respeto mucho mi oficio y sé lo difícil que es. Antes me costaba decirlo y tragaba, pero ahora no transijo. Yo estoy haciendo algo por su obra, por su película, por su personaje; yo estoy para ayudar, y lo mínimo es respetar mi sitio, un sitio en el que yo me pueda mover y estirar los brazos.

¿Es lo que llaman orgullo de actor?

No es orgullo de nada, defiendo la película para que entre todos vaya a más y sea mejor. El cine es una suma de diferentes identidades en las que cada cual tiende a defender lo suyo, y es el director quien tiene que formar y fomentar el trabajo de equipo. Cuando el director impone su poder, las cosas salen mal. El orgullo del oficio existe, pero también está mi propia disposición y mis condiciones para esa disposición. Yo me considero un actor generoso. No hay egolatría en lo que digo porque yo lo doy todo, y por eso no quiero exigencias, porque entonces dejo de ser generoso.

¿Eso lo aprendió en la escuela o en casa?

En las dos. Pero sí, he mamado mucho respeto por este oficio. He visto a mi madre temblar en un camerino y luego salir al escenario y entregarse. Y de ella he aprendido que si hacía algo lo tenía que hacer muy bien. Yo recuerdo pasar noches y noches enteras pasándole la letra de las obras. Era algo que me encantaba hacer. Ella hacía su personaje y yo leía los demás, y cuando no se acordaba de la letra, ella lo repetía y lo repetía hasta conseguirlo. Lo hacíamos cinco o seis veces, y a la séptima, cuando ya había dominado el guion y la técnica, la veía volar. Aquellas noches aprendí qué era el sacrificio, el orden y el trabajo.

¿Y el talento?

Solo es una parte pequeña. Como dice Bigas Luna, el 25% es suerte, el 25% es disciplina, el 25% trabajo y el 25% talento. Y luego están los genios, como Meryl Streep. Y yo no soy un genio.

¿Recuerda cuándo se sintió actor por primera vez?

En un Safari Park, con mi padre. Me puse un gorrito, cogí arena y por primera vez me vi actuar, me vi desde fuera interpretar algo que yo no era, y recuerdo que sentí mucho placer. Los niños no actúan, son, y yo sentí ese placer de ser otro. Luego con siete u ocho años hice un papelito en un Platero y yo que se representaba en el María Guerrero. Estaban mi madre, mi hermana... yo era uno de los niños amigos del burro y recuerdo que me gustó ver al público frente a mí. Recuerdo que pensé: 'Miradme, yo sí puedo estar en un escenario.'

Pero luego estudió otra cosa.

Quería ser pintor, hice Bellas Artes, pero era muy mal estudiante, algo de lo que no me congratulo. Trabajaba de figurante en el cine para pagarme los estudios y ahí empecé a fijarme de verdad en los actores...

¿Lo primero fue con Fernán-Gómez?

Sí, para El pícaro. El niño, que tenía una frase, falló, y mi madre dijo que yo podía hacerlo. Me recogieron en un coche, me llevaron al estudio, me ensuciaron y me pusieron frente a una pistola. Fernán-Gómez me dijo que al ver la pistola tenía que reírme, pero me asusté y me puse a llorar. Entonces él dijo: 'No pasa nada, dejadle, es un actor dramático'. Mi madre me regaló un Madelman en lugar de darme el dinero. Todavía le recuerdo que me debe mi primer sueldo.

Siempre habla de Al Pacino, De Niro... Pero con los años, ¿no ha aprendido a valorar otras escuelas o a actores como el propio Fernán-Gómez?

Con Pacino tengo debilidad, no puedo evitarlo, hasta cuando está mal me gusta. Cuando empecé, esa era la interpretación que me interesaba, aquí la había visto en Los santos inocentes, o en actores como José Bódalo, que me encantaba, o José María Rodero, otro que me gustaba mucho. Pero me interesaba el trabajo de personajes y no el estilo naturalista que se llevaba en el cine de aquí. Pero sí, con el tiempo he aprendido a apreciar mucho esa sabiduría de gente como Paco Rabal o Fernán-Gómez, claro.

¿Y no siente envidia de esos actores que no se despeinaban, tipo Clark Gable o, aquí, José Luis López Vázquez?

Me encantan ¿A quién no le gusta Atraco a las tres? Pero no. Me perdería lo que más me gusta de todo esto: el proceso.

Jo Allen fue la prestigiosa maquilladora de Mar adentro (2004), la película de Alejandro Amenábar en la que el actor interpretaba al tetrapléjico gallego Ramón Sampedro. La construcción del personaje requería cinco horas diarias de maquillaje. “Había una opción de tres horas y otra de cinco. Y él accedió a la de cinco, lo que suponía que al día trabajaba más de 19 horas, y así durante 79 días. Cuando acepté el trabajo, insistí en saber si el actor iba a ser capaz de aguantar esa presión, no conocía entonces a Javier y sé de muchos que no podrían soportarlo”, recuerda Allen. “Fue una aventura maravillosa, Javier y yo hicimos un pacto y, aunque hubo lágrimas y ataques de histeria, ahora sé que no lo hubiera logrado con otro. Él fue muy listo y utilizó la frustración que le provocaba esa tortura diaria para el personaje”.

La actriz Liz Lobato, compañera suya en la escuela de José Carlos Corazza, asegura que el “amor y el placer” del proceso forman parte de lo que allí trabajan. Bardem asegura que los mejores papeles de su vida solo los han visto 20 personas, “mis compañeros de escuela”. “Creo que nosotros hemos conocido algo distinto: su enorme sentido del humor y la locura de su creatividad total. Recuerdo su Angelo, el personaje que suplanta al duque de Medida por medida, de Shakespeare, que nos hizo hace unos años. Llegaba a un registro muy difícil porque el personaje es muy maquiavélico e inteligente. Fue muy bonito”.

El rodaje de 'Biutiful' ha sido especialmente duro para el actor. No solo sufrió una lesión de espalda que le obligó a estar de baja, sino que vivió un fuerte estrés físico y psicológico para interpretar a Uxbal, un enfermo terminal de cáncer que, con un pie en el mundo de los vivos y otro en el de los muertos, transita por Barcelona conciliando su vida con sus propios fantasmas. Cuando explica su relación con el cine recurre al rugby como metáfora, un terreno tosco que aparece como escuela de vida. “A diferencia del fútbol, no es un deporte de figuras, sino de sacrificio.

El protagonismo rompe el juego y su ética, y además te ganas una paliza. Esa sensación de equipo, de ser el tornillo de un engranaje, se me quedó para siempre en el cuerpo y no puedo ver la vida, y mucho menos el trabajo, de otra forma. La individualidad no lleva a nada bueno“, explica. ”En el rugby yo era el más bruto de todos. Tengo el rugby en la cara. Me decían 'métete por ahí', y yo me metía. Y salía de los partidos bastante tocado y algunas veces lesionado, pero no podía verlo de otra manera porque ese era mi deber, meterme y punto. De alguna manera, aunque afortunadamente con matices, eso me pasa con las películas“.

Entonces, ¿qué ocurrió esta vez?

Es complicado explicarlo. Todos los actores hacemos lo mismo de diferentes formas, que es intentar creernos lo que hacemos para que los otros se lo crean. Hay actores que no necesitan creerse nada porque tienen la maravillosa habilidad técnica de hacerte creer sin sentirlo ellos. Un tecnicismo maravilloso que algunos tienen y que yo, desgraciadamente, no. Yo no puedo evitar entrar de lleno. No es voluntario, ni una pose, es solo mi carácter. Si hago algo, lo hago completamente. Me involucro, es mi manera de ser. Y con el personaje de Biutiful me involucré demasiado y puse en juego mi habilidad para estar dentro y fuera. No lo medí y me entró una necesidad desesperada de hacer cosas, de cerrar asuntos, algo que no va conmigo, que siempre he sido alguien que me he dejado llevar por una especie de fe que me dice que las cosas vienen y que no hay que precipitarlas. Pero no me daba cuenta, la gente me lo decía: 'Oye, que no te vas a morir'. Pero eso no fue tan importante, lo peor fue entrar en una realidad paralela que a base de entrar y sostenerla durante días se vuelve peligrosa.

¿Qué tipo de peligro?

El de aislarte y quedarte muy solo, muy desconectado, fuera de todo. Y a estas alturas sé que ninguna película merece ese precio, porque además, en el fondo, de ahí no sale un buen trabajo. Hay que buscar el placer para crear de verdad, eso es lo más importante. Cuando el dolor viene de la creatividad es bueno, pero el dolor del personaje nunca es tu dolor.

Y su dolor, ¿utiliza sus propios recuerdos para expresarse?

Puedo recordar cosas mías que me lleven a ese personaje, pero yo nunca he estado en su sitio, y ahí entra la imaginación. Es ahí donde se tiene que disparar mi trabajo.

Pero Marlon Brando utilizó dos episodios de su propia biografía en los dos famosos monólogos de 'El último tango en París'. Y supongo que Brando es siempre un modelo.

Lo hizo, y luego, según confesaba en sus propias memorias, se dio cuenta de que aquel esfuerzo no había merecido la pena. Hay sitios a los que uno quiere llegar para no volver nunca más, y creo que eso le pasó a él. Su trabajo se apoderaba de la película y no sé si tenía tanto sentido desnudarse de esa manera para una historia que no podía estar a la altura de aquella confesión ni de un actor tan enorme, quizá demasiado enorme. Al final, las grandes películas no son ni por los actores maravillosos ni por la luz increíble, sino por las historias que cuentan. Esas son las que nunca olvidamos.

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