3. Pedro Aceña: “Me cogieron del pelo y gua, gua, gua, empecé a tragar agua en la pila”

3. Pedro Aceña: "Me cogieron del pelo y gua, gua, gua, empecé a tragar agua en la pila"

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Entre detención y detención, un secuestro. Fue en septiembre de 1975, cuando Pedro Aceña había pasado ya tres veces por la Dirección General de Seguridad, un sitio que visitaría una vez más de la mano de Billy el Niño. Por desgracia, el jefe de la Brigada Política Social no era lo más peligroso con lo que un miembro de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) podía toparse. Los Guerrilleros de Cristo Rey (grupo parapolicial de ideología ultraderechista) mataban gente. Había que andarse con cuidado para no acabar en una cuneta.

Sonó la puerta de madrugada en casa de la familia Aceña, y unos individuos, “entre siete u ocho”, se presentaron como policías. “Acompáñenos”. Unos bajaron por el ascensor y otros por las escaleras. Algo raro pasaba. Antes de salir del portal le dijeron que tenía que taparse los ojos. “¿Cómo que taparme los ojos?”. “Sí, son nuevas órdenes”. Cogieron entonces un trapo, “que olía a gasolina”, y le taparon la cabeza. “Me empezaron a temblar las piernas. Iba acojonado”. Metieron a Aceña en un coche, un SIMCA 1200 como los que usaba la Guardia Civil, y le mandaron agachar la cabeza. “Ahí ya sí que me temblaban las piernas del todo. Empecé a sentir, como del miedo, que se me dormía la cabeza por encima y a sentir un calor que te cagas aunque estoy seguro de que no me echaron nada. Estoy seguro que era del miedo”.

Más de diez años en el madrileño barrio del Pilar dan para conocerlo de arriba abajo, y Aceña lo conocía bien. A pesar de ir con la cabeza tapada y metida entre las piernas, recuerda el camino por el que le llevaron perfectamente. “Yo lo controlaba por muchas vueltas que me quisieran dar”. Pero Madrid es muy grande. En la glorieta de Cuatro Caminos, donde en aquella época había “como un escalextric”, se perdió. No sabía para dónde iba y el miedo es aún mayor debido a la incertidumbre. Al cabo de un rato, el coche comenzó a dar botes y paró. El viaje había terminado. Le llevaron a un sótano sin ningún tipo de ventilación, a una especie de celda con argollas, y le dejaron esposado durante veinticuatro horas. “Ahí ya puedes chillar lo que quieras que no te va a oír nadie”. Aceña tuvo que hacer sus necesidades allí, encima de su propio cuerpo. No podía moverse. Llegó la luz del alba y con ella un pequeño rayo de esperanza, como el que entraba por su ventana. Sonó una trompeta. “Hostia, estoy en un cuartel o algo”, pensó.

Algo más calmado, pero sin saber lo que todavía estaba por llegar, Aceña pasó varias horas hasta que sus captores volvieron a hacer acto de presencia en aquel sótano. Le desnudaron y le pusieron un mono azul mojado, le taparon los ojos y le condujeron a otra habitación. Había leña. “Entre cinco o seis empezaron a pegarme con tablas por todo el cuerpo. Sin venir a cuento y sin decirme nada. ¡Pa! ¡Pa! ¡Pa! ¡Pa! Esa era su táctica, inflarme a palos”. En la cabeza no hubo golpes, no querían dejar señales.

LA PILA DE AGUA

Tras permitirle “descansar” un rato en su celda, volvieron a tapar sus ojos. “Si me llevasen otra vez a ese cuartel, podría describir por dónde iba porque por abajo veía. Era una escalera ancha de mármol blanco por la que subimos a un primer piso”. Una persona le esperaba sentado a la mesa, y no precisamente para darse una comilona. Sacó un álbum de fotos y comenzó a preguntar. “Yo no tenía ni puta idea, no conocía a nadie”. Sin suerte en el primer interrogatorio, le llevaron a otro cuarto diferente al resto, en el que había una pila de agua. Le ataron los pies con una cuerda, tiraron de una garrucha y dejaron a Aceña suspendido en el aire. Entonces empezó el verdadero calvario. “Me cogieron del pelo y gua, gua, gua, empecé a tragar agua en la pila. Creía que me moría tragando agua. Me ahogaba. Tuve una sensación como en mi vida. No paraba de tragar agua”.

Aquellas personas seguían sin identificarse y torturando a aquel joven sin piedad. “Si hubiera sabido algo, aquella vez a lo mejor hubiera cantado. No había visto una cosa igual. Estaba medio desmayado”. Los viajes entre la celda, la sala de interrogatorios y la habitación con la pila de agua no pararon de sucederse durante horas. Desesperado, Aceña reconoció que era de la LRC, que estaba condenado y que le pedían tres años de cárcel. No era suficiente para sus captores. Buscaban algo diferente.

Tres días permaneció secuestrado. El último, como vieron que no sacaban nada, le trasladaron a un edificio más moderno, algo más parecido a una prisión. “Allí escuché voces de más gente”. Unas horas más tarde, un coche le recogió. Era un Renault 4 en el que, con la cabeza agachada, solo en la parte de atrás, Aceña pasó los últimos momentos de su cautiverio. Un puente de su barrio fue el punto y final a una historia que le ha dejado marcado de por vida, tanto por las heridas psicológicas, como por el crónico dolor de espalda. “La tengo jodida de tanto forzar las vértebras cuando creía que me ahogaba”.

Lo que realmente buscaban aquellas personas era un comando del GRAPO, ya que días antes se había producido un atentado en el que murieron dos guardias civiles en el Canódromo de Carabanchel. La relación que podía tener Aceña con ellos se limitaba a vivir en el mismo barrio y a moverse por las mismas zonas que los supuestos asesinos. Fueron las 72 horas más angustiosas de su vida y difícilmente podrá borrarlas de su memoria. Para superarlas, comenta entre risas, decía: “Si estos de ETA aguantan, cómo no voy a aguantar yo”.

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