Habito esta ciudad desde hace más de veinte años y es el lugar donde he pasado más años de mi vida. A veces, echo la vista atrás e intento recordar cómo era a principios de los noventa, cuando llegué, y no puedo dejar de sentirme algo frustrado. Pero la frustración y el recuerdo son subjetivos, los fabrica el sujeto y admito que pueda haber visiones más optimistas. Quizás mi pesimismo deriva no tanto de las discutibles mejoras que se hayan conseguido con el paso de los años, cuanto de todas aquellas posibles que se han dejado de hacer y nos han dejado en movilidad tan desnudos como estábamos antes e, incluso, más, pues la cantidad de problemas también ha aumentado. Hablar del Pacto de los Alcaldes (en cuya base está la reducción de emisiones) está muy bien, pero hacerlo por parte de quienes han tenido el poder de modular una ciudad y dirigirla hacia cotas de movilidad que por las condiciones climatológicas y topográficas podría ser un referente europeo, me parece un discurso hueco, altisonante, que no hace sino marear la perdiz, sin ayudar en nada a las personas que habitamos esta ciudad.
Veintitantos años después y la situación no ha mejorado, porque nuestros políticos han caminado de la mano del pelotazo urbanístico, incapaces de poner/imponer medidas que fomentaran lo que estaba ya en otros documentos muy anteriores, como la Carta de Aalborg (1994) o de Leipzig (2007) sobre ciudades europeas hacia la sostenibilidad, que habrían hecho de nuestra ciudad un lugar mucho más habitable. Claro que esto no hubiera sido posible sin una ciudadanía tan acrítica y desilusionada que ha permitido todo lo que ahora estamos tragando. La sociedad civil, prácticamente inexistente en nuestra ciudad, se reducía a movimientos sociales de escaso calado, que encima eran tildados como “radicales”.
Hablando sólo de movilidad, lo que sí aprecio es una mayor densidad del tráfico, un aumento del número de vehículos privados, así como del de desplazamientos y sigue habiendo las mismas dobles filas, si no más. Sin embargo, alguna esperanza nos queda, pues junto a estas impresiones el número de ciclistas urbanos también ha aumentado. Asombroso, ¿no? ¡Hay personas que se juegan su integridad todos los días circulando por un medio tan agresivo como la calzada! Esto sí que me hace tener fe, sino en Dios, sí en el género homo sapiens sapiens, subespecie lucronensis (o logroñesa si no habéis tenido la suerte de estudiar latín, lo que es muy probable). Claro que habrá que agradecer también el papel que han tenido y tienen “esos” colectivos sociales “radicales”, las más de las veces, en pugna con unas autoridades y técnicos que legislan en contra del ciclista con medidas positivas (endurecimiento de la circulación por calles peatonales, carriles-bici con un pésimo diseño) o negativas (falta de aparcabicis, falta de zonas 30, escasa señalización en calzada de zona ciclista, etc).
En esta tesitura, no deja de resultar sorprendente escuchar quejas frecuentísimas en medios públicos en contra de las bicis, mayormente porque van por las aceras, como una horda de vándalos, como un ejército dirigido a conquistarlas. Es obvio que hay ciclistas que circulan por la acera, cosa que por ley está prohibida, pero eso no quiere decir que pongan en peligro la integridad de los peatones y, si la ponen, no llegan ni de lejos a los niveles del coche, pero esto lo tenemos asumido. La mayoría de los ciclistas de acera que veo llevan una velocidad adecuada y guardan las distancias con el peatón, lo que no quiere decir que con su práctica no aumenten las posibilidades de accidente para el peatón.
Por eso no justifico de ninguna manera circular por la acera, pero puedo comprender las razones, y dejando a un lado casos en que se recorre un tramo de acera apenas transitado, por lo que más de uno le condenaría a cien latigazos, las personas que circulan habitualmente en bici por la acera sólo tienen un motivo: MIEDO. El ciclista con miedo se autosegrega de la calzada en favor de la acera. Cede al miedo legítimamente, por más que la ley le conmine a no hacerlo, pues ¿qué haces cuando una máquina de alrededor de una tonelada circula a tu lado, con un artilugio de apenas 15 kilos? El coche echa de la calzada al ciclista, que busca refugio en la acera, bien ocupando el carril-bici, bien el espacio peatonal, por el cual compite con su legítimo dueño: el peatón. La acera por desgracia se ha convertido en escenario de lucha, porque es el único espacio público que le queda al ciudadano de a pie para moverse, un escenario cada vez más reducido por el crecimiento de terrazas y el mobiliario urbano. El peatón, por miedo a su integridad, reclama su espacio, el espacio al que una política urbanística nefasta le ha ido recluyendo. Pero sea por nuestro acoplamiento a esta real Politik local, al hábito de aceptar hechos consumados, sea por la falta de pensamiento crítico, echo en falta las críticas peatonales a otras causas que sí ponen seriamente en peligro la integridad del ciudadano, limitan su espacio y dificultan su movilidad.
Efectivamente, no leo ni escucho apenas críticas contra conductores que aparcan en las esquinas de las calles, ni a la distancia, tan escasa entre coche y coche aparcado que apenas se puede pasar (ya sé, nos dirán que eso no se debe hacer, claro), ni a la pertinaz doble fila en cualquier calle de la ciudad donde esto sea posible, ni al aparcamiento delante de lugares de afluencia de público como colegios, iglesias, mezquitas, centros de salud y deportivos, ni a una nefasta política de terrazas que estrecha el paso de las aceras hasta límites ridículos, ni contra el diseño de un mobiliario urbano diseñado esta vez para dificultar el uso del coche (bolardos, maceteros), pero que también entorpece y molesta al peatón.
Siendo como son muchos más los ciclistas urbanos que respetan el código y a los peatones, ¿no sería mejor que aquellos junto con estos nos moviéramos todos para llevar propuestas razonables a las autoridades y sobre todo, dejando el miedo, nos lanzáramos a la calle para hacer lo que un ciudadano tiene que hacer, vivir su ciudad?