Las personas necesitamos de estímulos cercanos al corazón. Como decía Pascal: “el corazón tiene razones que la razón desconoce”.
Precisamente el doctor Claude Steiner elaboró un estudio soportado en observaciones clínicas al que denominó “Teoría de las caricias”. Concluye que estas “unidades de contacto” (así las define), son indispensables para sobrevivir y de no recibirlas, desarrollamos mecanismos instintivos que nos conducen, incluso a preferir el grito a la ignorancia.
Tengo la impresión que en el común de las organizaciones administrativas, empresariales o en la propia familia, parece instalarse con harta frecuencia la escasez en esto de las caricias. Mal asunto y peor porvenir.
En cierto modo, la vida es un intercambio de estímulos. Nuestro sentido más cotidiano lo interpretamos en torno a miradas, gestos, gritos, silencios, saludos. Así somos. No demostrar afecto parece oponerse a la propia naturaleza humana. Dicen que vivir en un vacío emocional es aún peor que el dolor.
Sin caer en simplificaciones zafias o ñoñerías, es a partir de ese mecanismo cuando se entienden numerosos conflictos, soledades, depresiones, etc.
Ya William Faulkner dejó escrito en “Las Palmeras Salvajes”, que “preferimos el dolor a la nada o el desprecio a la indiferencia”.
Parece razonable afirmar que invertir en esa economía sencilla y valiosa de las caricias puede ofrecernos muy favorables dividendos sociales a todos los niveles.
Aunque sea un tópico, esa inversión suele empezar por uno mismo, por casa, los amigos, trabajo, … Necesitamos afecto, ternura, la caricia, la mirada, la palabra, el contacto con el otro.